ESA HELADA VERDAD DE LA BELLEZA
María Luisa Peña
Editorial Quadrivium, 2012
Prólogo: Miguel Ángel Yusta
Epílogo
Abrir un libro es abrir un universo cifrado en un mensaje
único e indescriptible, sobre todo, cuando se trata de poesía. Esa helada
verdad de la belleza es la prueba de ello. La autora, María Luisa de la
Peña, cifra su universo particular para que la lectura sea percibida como un
ejercicio de introspección, nos da la gracia de poder asumir cada uno de los
poemas de una manera totalmente personal; es por ello que su mensaje es
indescriptible. Y, por ello, también, se puede decir que es este un libro
generoso para con el lector.
El libro es un incesante batir de alas desde el principio
hasta el final, una sensación que, a veces, es agónica y, en otras ocasiones,
posee el tímido despertar a la libertad, a la más íntima y genuina. Y en ese
abanico alado, es donde se forja el universo único de la autora, marcado por la
indiscutible nostalgia dulce-amarga de la niñez, a la que todos nos asomamos
más asiduamente de lo que somos conscientes. Porque el recuerdo de la niñez, de
lo que fuimos cuando éramos esencialmente bellos, se tiñe con el grisáceo manto
de la pérdida, más que con la dulce memoria de aquella belleza: “cuando se
borran los nombres”, “cortarse las trenzas para siempre”, “... no hay más
respuesta que el viaje/cuando todo se acaba”.
El libro se perfila con una sabiduría sólida, la mirada de
la edad madura en una poeta joven, un análisis, una teoría de durezas sobre
versos llenos de la ternura de un corazón caliente, como aquel corazón del
soneto de Lorca. Un corazón caliente que se desborda.
El desbordamiento ante la evidencia de que el camino es una
incesante búsqueda de la belleza que es la propiedad de las cosas que hace
amarlas, infundiendo en nosotros deleite espiritual. Por eso, la pérdida se
asoma desnuda y descarnada, tejida con hilos de pesimismo existencial que
proceden de las bobinas del pasado, de los que nos precedieron y, con su
ausencia, nos marcaron. La autora se define, se sitúa, se raspa las escamas y,
en Jardines, diseña la decoración del alma, ese jardín que aguarda
nuestro cultivo, “Sólo quiero saber / que todo está en su sitio.” Porque
el jardín es el refugio.
El aleteo constante de la búsqueda, o mejor, de la
indagación en el concepto belleza se hace extremo cuando la luz es
huida. No huye, sino que es huida, la misma acción que desnuda al lector. Se
nos invita a buscar el norte y a guardarlo. Hay un afán de protección de esa
belleza fugaz, de la que habita en el momento, de la que se escapa en el
instante: “Y todo era posible, / pero nada ocurría”.
El título del libro adquiere un rigor excepcional, según se
avanza en la lectura. La transparente imagen de la frialdad en una desgarradora
batalla vital que culmina en los últimos poemas. Rotos los encajes y las
parafernalias, el lector se siente indefenso ante la evidencia que ese
permanente aleteo desencadena. La belleza está ahí, desnuda y translúcida,
helada, como meta, pero también como certeza. En la escritura que la desvela
como el último reducto espiritual que nos queda. Los últimos versos del libro
son el certificado íntimo que nos
asegura que sólo ahí reside el verdadero humanismo.
Versos sublimes, elevados, tan sencillos, tan difíciles... “y
tu silencio oblicuo hizo mío tu asombro”.
Laura Gómez Recas
Savari
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