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miércoles, 8 de abril de 2015

La otra atmósfera. Reseña de Cuaderno de Budapest, de Manuela Termporelli


Cuaderno de Budapest

Manuela Temporelli Montiel 
Bartleby Editores, 2014

Prólogo: Manuel Rico





Manuela Temporelli Montiel es autora de cuatro libros: Lluvia en junio (El Cazarón, 1997), Un ala rota (Poeta de Cabra, 2008), el dico-libro De cal y arena. Homenaje a Camarón de la Isla (2010) y Cuaderno de Budapest (Bartleby, 2014), y es una de los doce autores de La república de la imaginación (Legados, 2007).  Manuela es mujer comprometida, luchadora y activa a través de la promoción cultural, siendo  coordinadora de la Tertulia Poética Indio Juan y directora, en los últimos tres años, de la Fundación Ateneo Cultural 1º de Mayo de las CCOO de Madrid. 


Cuando se abre un libro de poesía, pocas veces se descubre la esencia de la misma. Es imposible dar una definición de poesía, pero creo que su naturaleza no filológica ensambla con el concepto filosófico de la metafísica, siendo del todo imposible estudiarla dentro de los parámetros de la técnica o ciencia lingüística, imprescindible, por otra parte, para que el texto sea considerado literatura. La esencia define el decir poético cuando éste se convierte en un discurso fuera del canon tangible. Esto es lo que encontramos en Cuaderno de Budapest de Manuela Temporelli, un libro-joya por adentrarnos en ese mundo no cognitivo en el que el mensaje se convierte en objeto puro. La poesía no debe describirnos el beso, la poesía ha de ser el beso y esa delicada traslación hacia lo metafísico es conseguido en este tomo de Bartleby. Cuaderno de Budapest es un libro escrito, como tan acertadamente nos anticipa en su prólogo Manuel Rico, por miedo. Es la angustia que provoca ese miedo el que le mueve a ser y a presentarse ante nosotros como un canto hacia la luz desde la más profunda de las desazones, la enfermedad de un hijo que está en peligro de muerte –que la encuentres con vida, aunque sea tarde-.

A lo largo de la lectura, descubrimos tres cosas: que la autora es una poeta llena de recursos con una afinación exquisita en el recurso de la imagen, que desangra el lenguaje con voluntad de rigor literario, y, el mejor descubrimiento, que la sensación que a ella le causó esa angustia por el miedo es transmitida integralmente. No nos cuenta lo que sentía, nos cuenta cómo era su mundo mientras sentía. El texto se abre así ante el lector, como una atmósfera, otra, más allá de lo mesurable, de lo empírico, pero absolutamente verídica y  respirable y concede la elaboración de un juicio sintético kantiano a través del mensaje sensitivo de la autora. 

Estamos en Budapest, una ciudad bella, visitable, atractiva; pero aquí sólo es  el marco que encuadra la realidad de la autora: Todo era luz y rosas, lirios en los kioscos. Los restos del naufragio. Azucenas de vendas y algodones esperan en las sombras que vigilan tu vida. La belleza de Budapest es el refugio del pecio. Nada más. Porque la belleza no es per se, sino que es la hija, el ser amado, quien  da sentido a cualquier belleza. Y es que nada es como lo conocemos –miré el Danubio sin entender su nombre-. La angustia convierte las cosas bellas en cosas extrañas, periféricas, y nos aísla en nuestro propio nuevo mundo, en ese apercibimiento de la inutilidad de lo prescindible cuando es la vida del ser amado el único tesoro que saborear; el resto, la vida que existe al otro lado de la ventana, de pronto, es absurda y carente de interés. Todo se redescubre. El mundo, el cielo, el tiempo, cobran un nuevo cariz que sólo puede proceder de la zozobra. Así, las estaciones se convierten en algo atemporal gracias a una antítesis lúcida y extraordinaria en la breve prosa Otoño. Sentimos el tiempo con un valor nuevo, con otro discurrir, con la coordenada de la angustiosa espera.

Cuaderno de Budapest está escrito en verso y en una prosa poética cargada con la bala, que nunca deja indiferente, del desgarro interior. La poesía y la prosa poética tienen la peculiaridad de expresar lo inenarrable, lo que se escapa a la naturaleza de la forma, como cuando Manuela Temporelli expresa su sentimiento con la repetición diseminada de este símil: Pálida, quieta, delgada como una raya, tumbada Violeta sobre la cama. Armazón magistral del artilugio retórico con la finalidad de que el lector sienta la horizontalidad de la enferma como la siente la madre, que cede parte de su identidad como origen de la vida al momento en que surge la sanación, hoy vuelves a soñar una placenta tibia, un nuevo origen ante el origen, donación generosa e invencible del yo narrador.

En Cuaderno de Budapest respiramos la atmósfera interior de una mujer que, como madre, vive un momento crítico. Atraviesa el páramo del terror –quiero secar mis ojos con un velo que cubra para siempre mi desdicha-; la umbría de la muerte en Cerraré con cuidado la puerta de la casa, donde, con un tropo generoso, sumerge en la oscuridad al lector; y los desfiladeros de la ira en Jaque, una oración dirigida a su hija para que se enfrente de tú a tú con un dios débil por injusto. La autora hila el tronco generacional, casi al final del libro, con un soneto que la escruta frente al espejo; con un poema a su propia madre, ya fallecida, en el que con dos imágenes extremas aprisiona todo el dolor y toda la ausencia; y con el epílogo luminiscente a su hija, donde  alcanza el delta de la luz.

Los recursos retóricos son sutilmente empleados en este libro. Llegan frescos al receptor de este mensaje tan cargado de emoción. Son como las minúsculas gotas de humedad que logran componer una nube densa. Antítesis que emiten juicios categóricos –el frío de los días de julio-; metáforas
impuras – jilgueros de silbidos, sábanas de armonía, cojines de letargo, trenzas de sueños-; alegorías –La noche siempre me coge por sorpresa-; imágenes –la tercera costilla intercostal se clava en el diafragma. El dolor crece. (…) No recuerdas cuánto tiempo llevas clavándote las uñas en el pecho…-; simbolismo –Un jueves viene a ser como el camello quieto enfrente del oasis donde mana tu lluvia-. Sabias recetas agitadas en un curso fluvial de desesperación, miedo, angustia, súplica y esperanza elaboran la atmósfera propicia para disfrutar de la transmisión emocional que en tan breve espacio literario se nos ofrece.

Por si se nos había escapado, después de respirar esta intensa atmósfera, advertimos que la dedicatoria lleva implícita la mayor muestra de amor que un ser humano puede tener con otro. Abrir el libro y respirar. 

Laura Gómez Recas


Savari

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