Paul Verlaine escribe un ensayo sobre Los poetas malditos (1884 y 1888), Seis poetas son objeto de análisis en este libro y el análisis se centra no sólo en sus obras, sino también en sus vidas. Los bautiza como malditos y genera la idea del malditismo. Los malditos no son siempre reconocidos en su tiempo y, si lo son, lo son con reservas por su postura social. Sin embargo, los años juegan a su favor y a favor de sus obras. Son creadores excelentes que atraviesan el tamiz de las modas, de los años y de los estilos. Son rompedores, descarados, valientes y auténticos y con ellos la literatura encuentra una senda de progreso. Según Verlaine, son siempre desconocidos en su tiempo; a través de sus sufrimientos, a menudo inauditos, encuentra la Humanidad el camino del progreso. Hoy son ellos los olvidados, mañana serán los triunfadores por su gusto y por su inteligencia.
El siglo XX español está salpicado por escritores que saquean la norma por uno u otro motivo, incluso con la delincuencia más extrema, como Remigio Vega Armentero que había asesinado a su mujer y al amante de ésta y, parece ser que por motivos no pasionales, y que cumplía condena cuando escribió su obra fundamental. Mucho antes, la vida desordenada y el alcohol terminaron con el poeta y periodista Manuel Paso en plena juventud. Tres de los últimos malditos españoles, siguiendo el razonamiento de Luis Antonio Villena en el excelente artículo de Javier Memba La España de los malditos, en tiempodehoy.com, fueron hijos de algunas de las plumas más sobresalientes de su tiempo. Torrente Malvido, hijo de Gonzalo Torrente Ballester; Leopoldo María Panero, hijo de Leopoldo Panero; y Eduardo Haro Ibars, de los periodistas Eduardo Haro Tecglen y Pilar Ibars. Aunque según Umbral, refiriéndose a las primeras décadas del XX, con esa preclara acidez tan suya, España no ha dado poetas malditos porque, aquí, el que tiene rentas no renuncia a ellas y se hace del Tiro de Pichón, para tirar antes o después que el Rey. En Europa, los poetas malditos -Baudelaire, Villon, Hólderlin, Lautreamont, Nerval- resulta que eran los grandes poetas. En España sólo eran el lumpen de la poesía.
Joaquín Dicenta |
Leopoldo María Panero |
Hay malditos por su carácter bohemio, por su locura congénita, por su filiación sexual y, parece ser que aquellos que se sentaron a la derecha del padre, o quizás habría que decir a la sombra del padre, también sufrieron el suplicio de la maldición que es la negación de la normalidad relacionada con la bohemia, con el incorformismo y con la fatal tendencia a marchar contracorriente, haciendo alarde de una sinceridad espontánea y emocional. A veces, demasiada sinceridad, rayana en la grosería.
Esta denominación posee un tropo consustancial desde que se comenzó a usar. Quizás la palabra maldito está cargada con demasiadas connotaciones sobre el bien, el mal y, lo que es peor, el oscurantismo, el espiritismo o la religión. Y, bajo la influencia de aquel ensayo de Verlaine en el que la vida privada de sus seis malditos explicaba sus obras literarias y su marginalidad, se ha entendido esa palabra como la calificadora del poeta que lleva una vida bohemia, desgraciada o montaraz. Todo ello, ha impregnado al término de un halo negativo, asociado al sustantivo poeta o escritor. Pero, realmente, en lo literario, que es lo que nos debe importar, la denominación poeta maldito es positiva porque se refiere a una persona con una cualidad de excelencia, en cuanto al arte de la escritura, que ha sido rechazado social y, a veces, literariamente por extensión. Alguien incomprendido que, pasados los años, se ha vengado de todos aquellos mediocres que le dieron de lado o que no entendieron que el hecho de estar loco, de ser excéntrico, desarrapado, visceral y tener dificultades para ser políticamente correcto, no está reñido con la tarea sublime y excepcional del arte literario. Si hablamos de un artista plástico como Van Gogh queda muy bien delimitada la acepción; pero si hablamos de poetas y, sobre todo, de poetas recientes o contemporáneos, la cosa cambia y es más difícil que se acepte esa excepcionalidad sin añadir un pero. Esto lo que prueba es que el margen social, ni siquiera en nuestra actual sociedad liberal, tolerante e, incluso, condescendiente, tan pagada de sí misma, tampoco es completamente aceptado. El margen sigue existiendo y todo aquel que sobreviva en ese territorio de normas difusas sigue siendo poco considerado en lo literario; máxime, si somos honestos y reconocemos que las relaciones sociales son fundamentales para dar a una obra aceptación y divulgación, cosas éstas que, sin duda, son esenciales para que un autor sea reconocido por sus contemporáneos. Los malditos que sí se relacionaron socialmente y estuvieron presentes en los foros que favorecieron contubernios literarios, lograron, al menos, no pasar desapercibidos a lo largo del tiempo, ya sea porque sus apellidos los apoyaban o porque su genialidad fue esgrimida contra el olvido por algunos pocos afines. Pero, ¿cuántos malditos de excelencia literaria indiscutible, fueron o son postergados y privados de la divulgación merecida de sus obras?
Por todo esto, es curioso y frustrante que en los mentideros literarios, en las conferencias, homenajes, tertulias y actos de toda índole se siga considerando la palabra maldito como un adjetivo inadecuado e insultante para alguno de los literatos que nos ocupan. Cuando esta adjetivación no deja de ser un marchamo de garantía de que, contra todo pronóstico y envidia, el autor adjetivado ha entrado en el Parnaso por méritos propios, pese a toda la locura y a todo el desarraigo.
Julio Antonio Gómez |
Los malditos poseen una cualidad significativa e inherente que los desiguala de sus contemporáneos adscritos al caos de cánones poéticos de cada época, y esa cualidad no es otra que la ausencia de canon. Sus obras se abastecen del día a día, de lo cotidiano y de los vestigios oscuros de la memoria que asesina sin piedad el presente del poeta. Ese caudal de dolientes versos, de amarguras justificadas, de injusticias amargas señalan un camino de igual natura en obras tan dispares como la de Julio Antonio Gómez o el Arcipreste de Hita, a quien Javier Memba en el artículo antes reseñado, otorga la categoría de maldito, citando a Luis Antonio de Villena. La maldición marca la factura íntima de sus literaturas a través de un sufrimiento subyacente que tiene como consecuencia inevitable la sinceridad en la creación de la obra. Por eso, la incomprensión, también, por la ausencia de canon y la ausencia de reglas límite en el contenido y en la forma. Por la espontaneidad en lo literario y en el sentir que da forma a la expresión lingüística. Esto es algo tan poco corriente que, incluso cuando es virtud en algún autor no maldito, es extrañamente rechazado, justificándolo con motivos en todo profanos a lo literario. Increíble, sí; pero cierto.
De modo que la naturaleza negativa y oscura que se pretende en el vocablo que nos ocupa no es más que una cortina de humo. Maldito es sinónimo de genio, de auténtico y de incomprendido en lo literario. Y la Real Academia, en esto, da la clave para callar esas bocas que esgrimen enojo cuando se califica de esta guisa a algunos autores: Que va contra las normas establecidas, especialmente en el mundo literario y artístico.
Me temo que si se conociera el significado de las palabras y si se leyera a Verlaine nos podríamos ahorrar muchas discusiones absurdas.
Savari
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